Seguramente el título de esta columna llamará la atención a más de uno. Debo confesar que casi la titulo: “En defensa de la agricultura orgánica”, pero en realidad mi idea es pensar más en las personas, y no tanto en una etiqueta, que además causa sentimientos demasiado apasionados, desde mi punto de vista.
Quizás debería comenzar diciendo que en toda mi trayectoria académica he trabajado en aspectos muy relacionados a la agricultura orgánica. Mi primer artículo científico publicado demostraba que la bacteria causante de la marchitez bacteriana en tomate es capaz de desarrollar resistencia al cobre (elemento muy utilizado en agricultura orgánica) tras la primera aplicación, y exploraba un posible mecanismo para esta resistencia. En mi trayectoria post doctoral participé en un proyecto que aún se encuentra evaluando el valor nutricional de diversos genotipos de cereales adaptados a la agricultura orgánica. Mi más reciente artículo científico publicado habla del caso particular de trigos de invierno. En resumen, la agricultura orgánica no me es ajena ni extraña.
Conozco también a varios agricultores orgánicos y conozco el esfuerzo que significa obtener y mantener una certificación orgánica. Ellos hacen este esfuerzo porque económicamente tiene sentido. Hay gente dispuesta a pagar más por un producto que lleve una etiqueta o certificación orgánica. También es cierto que existen muchos agricultores que piensan que agricultura orgánica es lo mismo que no hacer nada para cuidar su cultivo, lo que muchos medio en chiste, medio en serio llaman “flojicultura” (la producción dizque orgánica de coca viene a mi mente). Evidentemente ahí no hay un esfuerzo real de buscar una certificación orgánica, pero se aprovecha el efecto de marketing bajo el rótulo de “orgánico”. Lo mismo pasa con la sal “orgánica” o el agua “orgánica”. Ninguna base para llevar ese rótulo, pero igual se aprovecha el efecto de marketing.
Y es que la palabra “orgánico”, más allá de estar asociada a un sistema productivo muy complejo, es una herramienta de marketing. Y como tal, si es utilizada bien es una herramienta legítima para incrementar las ganancias. El esfuerzo que hace un agricultor para poder ser realmente orgánico es algo que muchos consumidores ni se imaginan. No solo debe cambiar su sistema productivo en un proceso que dura años, debe preocuparse de sus vecinos, de sus insumos, de su modo de transporte hasta el mercado, etc. Y es precisamente este sacrificio el que justifica un precio más alto. Aquí surge el conflicto entre productores y consumidores.
Hay consumidores, sea cual fuere su razón, que quieren consumir “orgánico”. No es mi intención, por ahora, debatir si esta es una decisión racional o no. El consumidor al final es libre de elegir lo que quiere comer. Este sistema de marketing se basa en la suposición de que el consumidor “orgánico” está dispuesto a pagar más por estos productos. Sin embargo, este consumidor que supuestamente está dispuesto a pagar más por alimentos con la etiqueta de “orgánico”, pasados unos años, ve que no le conviene pagar más por esos alimentos. Comienza a exigir que lo orgánico sea más barato, y no se pone a pensar en lo difícil que es hacer agricultura en general, lo difícil que es producir alimentos y lo difícil que es comercializarlos, mas allá de que estos sean orgánicos o no. Aquí ni siquiera estoy considerando el hecho de que Bolivia es uno de los países donde menos se paga por alimentos, así que el plus en el precio de un alimento “orgánico” es realmente poco significativo.
Ahora bien, pienso que quién debería responsabilizarse por una relación equilibrada entre productor y consumidor, es en este caso el consumidor. El productor, una vez que el producto ha llegado al mercado ya ha hecho la inversión y el sacrificio. El consumidor tiene la libertad de hacer o no la compra. Así que yo veo una relación desequilibrada y una actitud desleal del consumidor orgánico. ¿No se supone que el incentivo para producir alimentos orgánicos es precisamente que los consumidores estén dispuestos a pagar más por ellos?
Por otro lado se encuentra la discusión acerca de la sostenibilidad real de la agricultura orgánica. La discusión se basa principalmente en los bajos rendimientos de esta frente a la agricultura convencional. Como consecuencia se puede argumentar que la agricultura orgánica necesita mayor cantidad de terreno para producir la misma cantidad de alimento que la agricultura convencional. En la acera del frente, se argumenta que la agricultura orgánica, combinada con el policultivo, es capaz de generar un rendimiento más “diverso” y una mejor tasa rendimiento/insumo. En una época donde el problema de la escasez de terreno agrícola continúa generando deforestación y donde existe una preocupación creciente sobre el contenido nutricional (no solamente calórico) de nuestros alimentos, me parece válido tener una discusión seria sobre la sostenibilidad de la agricultura orgánica. Quizás métricas nuevas como el rendimiento nutricional (número de personas adultas que satisfacen la demanda de un determinado nutriente por unidad de superficie) puedan darnos más luces sobre este tema.
En resumen, si queremos consumir alimentos orgánicos tenemos todo el derecho de hacerlo, pero debemos entender que este sistema productivo es más caro y debemos estar dispuestos pagar más por eso. Si queremos consumir alimentos de manera sostenible, puede ser que lo orgánico no sea la mejor alternativa, pero está abierta la discusión. Si queremos consumir alimentos a nuestra medida, dediquémonos completamente a la agricultura, pues una realidad del mundo del siglo 21 es que poca gente produce alimento para la mayoría, permitiéndole a esa mayoría ser médicos, abogados, políticos, activistas, etc. sin tener que preocuparse de cómo producir sus alimentos. Si queremos debatir sobre la producción de alimentos, despojémonos de ideología y manejemos los datos concretos y la información científica. Seguramente ese debate nos acercará a la verdad.
Publicado: 31 de agosto de 2017