Sesgos cognitivos: "Porque el que me engaña más fácilmente soy yo mismo"



Voy a compartir con ustedes la experiencia más fea y aterradora que me ha tocado vivir, para ejemplificar cómo nuestras experiencias y nuestros esquemas mentales nos hacen salir de la racionalidad y nos hacen cometer errores atribuibles a lo que se conoce como sesgos cognitivos, los cuales se definen como “efectos psicológicos que producen desviaciones en el procesamiento mental, lo que lleva a una distorsión, juicio inexacto, interpretación ilógica, o lo que se llama en términos generales irracionalidad, que se da sobre la base de la interpretación de la información disponible, aunque los datos no sean lógicos o no estén relacionados entre sí”.

El viernes 11 de marzo de 2011, a las 14:46 hora local, ocurrió el terremoto más grande que se haya registrado en la historia de Japón, y el cuarto terremoto más grande registrado en el mundo, desde que se comenzó a registrar esta información. El terremoto de magnitud 9 ocasionó un tsunami con olas de hasta 40 metros de altura que, al superar las barreras de protección, ingresaron a los generadores de electricidad de la planta de energía nuclear de Fukushima, causando lo que se conoce como el Desastre Nuclear de Fukushima. Tras el desastre, las zonas a 20 Km a la redonda de la planta nuclear tuvieron que ser completamente evacuadas y permanecerán inaccesibles a cualquier persona particular por varios años más. En ese momento, yo vivía en Japón, a 140 Km al suroeste en línea recta de la planta nuclear de Fukushima, con mi hija de menos de 2 años y su mamá.

En las horas y días siguientes al terremoto y al desastre nuclear se sucedieron una serie de eventos mundiales y personales que me han marcado para siempre y que suelo recordar por estas fechas, y que no por ser más lejanos cada vez, dejan de ser dolorosos y traumáticos. Para todos los efectos prácticos, el país que nos había alojado y al que habíamos estado llamando “hogar” por 7 años, había dejado de funcionar (al menos las prefecturas más cercanas al sitio del desastre). Un país que hacía 24 horas funcionaba como reloj y era la envidia del mundo por su funcionamiento y su organización, había dejado de funcionar. Se habían cortado los servicios básicos, se habían cortado las comunicaciones, se había cortado el mejor y más eficiente servicio de trenes del mundo, y la histeria y el pánico colectivo habían hecho colapsar las carreteras. Los supermercados se desabastecieron, lo que obviamente era muy preocupante si tenías una pequeña niña de menos de 2 años a tu cargo. Y sentíamos miedo, mucho miedo.

Por razones que no vale la pena detallar aquí, decidimos salir de Japón recién en abril, casi un mes después del terremoto. Pero a manera de alejarnos del peligro decidimos pasar nuestras últimas semanas en Japón en el sur, lejos de la radiación y del caos que este evento había ocasionado. Y nos fuimos a Hiroshima, ciudad que en 1945 había sido arrasada por una bomba atómica. No fue una decisión tan consciente. Siempre habíamos querido ir a Hiroshima, y vimos esto como una buena oportunidad. Y obviamente, como hace toda la gente, visitamos el Parque Memorial de la Paz de Hiroshima y el Museo Memorial de la Paz de Hiroshima. En particular el museo es una muestra bastante fuerte de lo que ocasionó la bomba atómica. Estoy seguro de que las imágenes que vi en ese museo me acompañarán hasta mis últimos días.

¿A qué viene toda esta remembranza personal? A que todos estos eventos plantaron en mí la semillita del miedo a la “energía nuclear”. Instintivamente, cuando leo que una planta nuclear se ha cerrado me alegro, y si leo que otra se ha abierto, me preocupo.

Sin embargo, la realidad es que si uno quiere oponerse a las plantas nucleares la seguridad (o el riesgo asociado a estas) es el peor de los argumentos. Las estadísticas y los estudios científicos han demostrado una y otra vez que la cantidad de víctimas (mortales o no) de este tipo de desastres es mucho menor al que nos podría hacer creer su impacto mediático.

Por otro lado, el impacto ambiental de estos desastres, aunque muy profundo y de larga duración, está circunscrito a un área bastante pequeña. En mi ejemplo, el área cerrada alrededor de la planta de Fukushima de 20 Km a la redonda implica una superficie un poco menor a 1257 Km2, lo que incluso para un país tan pequeño como Japón equivale a apenas el 0.33% de su superficie total, apenas significativo.

Creo que es preciso aclarar que no pretendo sugerir que este evento no haya sido un desastre o que no merezca la pena tratar de minimizar eventos como este. Simplemente trato de evaluar objetivamente la magnitud del desastre para poder tener una idea de la relación costo/beneficio de este tipo de infraestructuras.

Muchos países han decidido imponer una moratoria en la construcción de este tipo de plantas a raíz de este desastre, mientras otros siguen construyendo plantas más modernas. Las moratorias pueden implicar mayor utilización de combustibles fósiles, con sus ya conocidos impactos; o la ampliación en el uso de energías alternativas, lo cual hasta ahora no ha ocurrido. Sin embargo, es deseable que cualquier medida política se tome racionalmente y tomando en cuenta el costo/beneficio de esta medida.

Personalmente, mi miedo a las plantas nucleares no creo que nunca desaparezca. Pero al ver los estudios y las evaluaciones científicas al respecto no me queda otra que aceptar que este miedo es irracional. No creo que nunca vaya a estar a favor de que una planta nuclear se construya cerca de donde yo vivo. Pero también se que oponerme sería una causa perdida por la cantidad de evidencia en contra de mi propio sesgo cognitivo. La opción más racional es rendirme a la evidencia científica.

Quizás la forma más racional de enfrentar un miedo cualquiera es evaluarlo respecto a tres factores: La probabilidad de ocurrencia de un evento negativo, las consecuencias de este evento negativo, y finalmente el costo de prevenir o mitigar el evento negativo. En mi caso particular, la probabilidad de un desastre nuclear es bastante bajo (nuevamente me remito a la evidencia científica), su impacto es bastante bajo (como ya he expuesto) y el costo es bastante alto. Quizás si decidiera oponerme, me opondría en función de este tercer factor. Las plantas nucleares son muy costosas de mantener y de cuidar. Y no creo que sea un argumento muy fuerte, la verdad.

Pienso que el miedo (también irracional) a los cultivos transgénicos debería analizarse así. La evidencia científica ha demostrado hasta el cansancio que la probabilidad de un evento negativo asociado a estos cultivos es prácticamente nula. Las consecuencias de un improbable evento negativo son también mínimas cuando se las compara con los potenciales efectos positivos. Y el efecto de este improbable evento negativo también se minimiza cuando se lo compara con los probables beneficios.

Mi deseo más profundo es que las personas que se oponen al uso de la tecnología del ADN recombinante en la agricultura boliviana evalúen tanto sus propios temores y desconfianzas; y las contrasten con la evidencia científica. Es probable que nunca estén a favor, pero cuanto bien harían en dejar de oponerse a una tecnología que ha demostrado ser beneficiosa tanto para los agricultores como para los consumidores.

Una vez más afirmo que no se trata de oponerse o estar a favor sin ningún sustento. Si enriquecemos el debate saliendo de las consignas ideológicas o de los miedos irracionales podemos evaluar cada caso en su justa dimensión, para tratar de encontrar un acuerdo que beneficie tanto a agricultores como consumidores.

Y finalmente, si alguien está en contra de estos cultivos puede no cultivarlos ni consumirlos, ejerciendo su derecho a la libre elección, derecho que se les está coartando a los agricultores que sí están dispuestos a utilizar estos cultivos.



Publicado: 20 de marzo de 2018