No pretendo, bajo ninguna circunstancia, agenciarme la autoría de la analogía que voy a desarrollar en las siguientes líneas. Muchas personas en el ámbito científico la han utilizado, y más recientemente, el profesor Paul Vincelli de la Universidad de Kentucky la mencionó en un evento organizado por el IBCE en la ciudad de Santa Cruz.
La analogía va mas o menos así. Muchas personas de mi edad seguramente se acuerdan de la primera generación de teléfonos celulares o teléfonos móviles, que solamente podíamos ver por televisión (debo confesar que nuca vi uno en vivo y directo) y que usualmente eran propiedad de personajes muy adinerados. Estos celulares eran bastante incómodos, calculo que medían unos 30 cm de largo y se veían bastante pesados. Tengo entendido que su batería no era muy duradera y me imagino que su cobertura era bastante limitada. Evidentemente esta tecnología era bastante limitada, tenía muchas dificultades y era accesible solamente para un reducido número de personas miembros de las élites adineradas.
El primer celular que vi en mi vida (ya estando en la universidad) pertenecía a lo que denomino la segunda generación de celulares. Eran los comúnmente denominados como “ladrillos”. Quizás algunos lectores también los hayan visto. Pantallas digitales con dígitos de 7 segmentos de color verde eran su característica más notoria. También eran bastante grandes y pesados. Solamente se podían hacer llamadas y listo. Muchas limitaciones de uso y de acceso. También eran un artículo elitista, aunque en menor medida que sus antecesores.
Luego vino la explosión de proveedores de celulares y apareció una gran gama de opciones que lograron que se democratice mucho más su uso. Evidentemente esta democratización de su uso no fue absoluta pero cada vez más gente podía acceder a un celular. Esto también trajo consigo algunas innovaciones. Mensajes de texto (lo que ahora se conoce como SMS), poco después algunos juegos dentro del celular, opciones para tomar notas o para manejar un calendario, alarmas, opciones de silencio y/o vibración, pantallas a colores, etc. Y todo esto con una reducción paulatina del tamaño y peso y un aumento en cobertura, en rendimiento de baterías, etc.
Posteriormente vino la revolución de los celulares inteligentes. Prácticamente teníamos en nuestras manos pequeñas computadores que nos permitían acceder a Internet, manejar nuestra agenda, ayudarnos en el trabajo y en la vida diaria de maneras inimaginables en la época de inicio de esta tecnología.
Mas o menos en la época de explosión de proveedores y opciones comenzaron a surgir las preocupaciones por los riesgos de esta tecnología. Se temía que las ondas electromagnéticas de estos aparatos causaran problemas en la salud de las personas (temor ampliamente desvirtuado por investigaciones científicas realizadas inclusive hasta en la actualidad), se temía que estos aparatos reducirían nuestra capacidad de interacción social (tal como alguna vez se pensó que lo harían los libros o los periódicos). Incluso en la actualidad se mencionan algunos riesgos para el medio ambiente como la cantidad de desechos electrónicos o la contaminación por metales que se encuentran en los circuitos de los celulares que se desechan.
Estas preocupaciones, analizadas individualmente, pueden ser muy válidas. Y las personas tienen el derecho y la libertad de acceder o no a esta tecnología según su propio análisis de beneficios y riesgos del uso de la tecnología. Yo tengo algunos amigos que incluso hoy en día no utilizan celulares y no tienen ningún interés en utilizar esta tecnología, e inclusive ejercen su derecho de libre elección al optar por no utilizarla.
¿A qué viene todo esto? En Bolivia aún estamos discutiendo la pertinencia de acceder como país a la tecnología del ADN recombinante, más conocida como transgénesis. Una tecnología con más de 40 años y que aún tiene detractores en nuestro país.
Las variedades de cultivos generadas con esta tecnología, al igual que los celulares, fueron primero utilizadas por grandes agricultores que tenían la capacidad económica para acceder a ellas. Se las califica de elitistas por este detalle, al igual que a los celulares. Por eso quizás se ha argumentado que su uso es limitado, aunque ahora se sabe que, en el caso de la soya, tanto agricultores pequeños como grandes pueden acceder a la tecnología, lo que demuestra una democratización de la tecnología.
El acceso a nuevas tecnologías en agricultura siempre abre los ojos para acceder a más tecnologías, tales como métodos más sostenibles de producción y, en otros lugares del mundo, la opción de edición de genes para el mejoramiento de variedades.
Todo esto ha repercutido de manera significativa, en la reducción del costo de adopción de esta tecnología que, de no estar vetada, seguramente tendría la capacidad de acceder a más agricultores en una mayor diversidad de cultivos.
Las preocupaciones sobre los efectos de estos cultivos sobre la salud y el medio ambiente ya han sido ampliamente discutidas. Baste decir que la seguridad de estos cultivos ha sido demostrada ampliamente gracias a los estrictos sistemas de regulación que se les han impuesto.
Finalmente, el veto y la campaña de desinformación de la que estos cultivos son objeto no hace sino atentar contra el derecho de los agricultores de elegir la opción que más les convenga. El agricultor que no desea utilizar estos cultivos debería ser libre de tomar esa decisión, así como el agricultor que sí desea utilizarlos.
Como ya mencioné anteriormente, esta analogía que trata de explicar en términos familiares el debate alrededor de los cultivos transgénicos no es ni nueva ni obra mía. Sin embargo, me parece que haberla explicado a mayor detalle puede ser útil y puede ayudar a personas que no son profesionales en Ciencias Agrícolas a entender mejor la discusión.
Publicado: 21 de noviembre de 2017